Up close and personal
Viendo "El caballero oscuro" Lorena me comentó algo que es verdad. No importa de qué editorial venga un superhéroe o los orígenes que tenga, una cosa es invariable en casi todos los casos: ha estado rodeado de buenas personas. Spidey tiene a su Tía May, Batman tiene a Alfred, Supers tiene a Martha y Jonathan Kent... Es fundamental estar rodeado de gente buena de verdad para llegar a ser un héroe.
Y me puse a pensar en la gente que me ha rodeado desde pequeño. Tengo grandes influencias buenas, como mi padre (todo un superhéore por pleno derecho), mi madre (que también lo fue), mis hermanos (heoicos todos)... Y me dí cuenta de un secundario que no sólo fue capital en mi infancia, sino también en la de mi madre. La Yeya.
La Yeya era una mujer de pueblo. Yo la conocí cuando ya era muy vieja y crecía para abajo cuando yo lo hacía para arriba. Olía como huelen las personas de pueblo mayores: a trabajo, a sentimientos retraídos, a una vida que no siempre la había tratado bien. No era un olor agradable, pero cuando lo sentías te encontrabas en casa. Desideria (que así se llamaba en realidad) había sido bautizada Yeya por mi madre y todos mis tíos, críos con media lengua por aquel entonces que no sabían pronunciar un nombre que era más una maldición que otra cosa. Y es que a menudo nosotros nos labramos nuestro propio nombre. Ella, que entró jovencísima de ama de cría en casa de mi abuela, se labró el suyo propio.
En los tiempos muertos que le dejaba el cuidar a mi madre y a sus hermanos y hermanas, la Yeya se casó y tuvo un hijo. Que al crecer, por cosas de la vida, se casó con una mujer que martirizaba a su suegra todo lo que podía. No se sabe por qué, pero en este mundo hay gente que disfruta haciendo esas cosas. Puede que tengan alguna motivación o que sean malos porque sí.
Así que mi madre en cuanto pudo se la trajo a Madrid para que viviera con ellos y cuidara a mis hermanos. Y para cuidarla a ella.
Cogía a los niños como la gente que ha tenido que cuidar a muchos: apoyándose al niño contrra la cadera con la mano izquierda para seguir haciendo cosas con la derecha. Yo fui el último niño que ella apoyó en esas caderas desgastadas. Con dos o tres años me tragué un botón y a ella casi le da un infarto. Y decidió que ya estaba muy mayor para tanto niño.
Dejó buen repuesto: su nieta, que había heredado toda la bondad y el buen hacer de su abuela y de la que yo estaba perdidamente enamorado como se enamoran todos los niños pequeños de la chica que les cuida. Hace poco me la crucé a ella y a su marido, que por aquel entonces era su primer novio. Y reconocí en su cara al chaval del que yo estaba celoso con tres años.
Siempre que volvíamos al pueblo íbamos a visitarla. La Yeya nos sacaba galletas y pastas del pueblo (que de niño no me gustaban y ahora adoro) y se sentaba con nosotros. Sobre la mesilla de café había un cenicero de esos con un émbolo que aprietas y gira el platillo, echando las colillas hacia abajo. A mí me encantaba ese cacharro. Y todas las palabras que recuerdo de ella, que tenía esa sabiduría profunda de la gente que ha vivido mucho y no ha aprendido en los libros porque la vida no la ha dejado, las recuerdo con el sonidillo de ese cenicero de fondo. Y cómo la brillaban los ojos, con lágrimaas de alegría siempre que nos veía venir. Y su voz algo cascada que contrastaba con esa risotada limpia, discreta y sincera.
Porque la queríamos. Todos mis hermanos y yo la adorábamos. Como si fuera una tercera abuela más. Con tanto amor en las manos que se le escapaba y no siempre sabía cómo expresarlo.
El día de su muerte lloré mucho. Todos lloramos mucho. Porque éramos su segunda familia, y algunas veces la primera.
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