Maniobra de Heimlich
Siempre había sido un chaval diferente. Eso no era raro; su padre se largó a por tabaco una tarde, su madre murió siendo él muy niño aún. Su tía le regaló una guitarra y una armónica que siempre tocaba camino al colegio. Yo le veía a menudo porque vivía cerca de mi casa. Siempre intenté desentrañar el misterio que escondía ese chico triste que se protegía del mundo bajo una capa de cinismo y de socarronería.
Demasiado viejo para ser un chaval de quince años.
En la radio no dejaban de sonar Elvis, Chubby Checker, Chuck Berry, Fats Domino… los grandes. Y como yo venía de una familia de músicos y tras el intento fallido de mi padre, que me quería enseñar a tocar la trompeta, a mí me empezaron a tirar también las cuerdas, quizás ensimismado por el aura de ese chico al que pronto llamaría mi amigo.
Él tenía un pequeño grupo local, que tocaba en fiestas de instituto y cumpleaños. Yo fui con un amigo a verles y tras la actuación nos acercamos ambos. Nos preguntó qué tocábamos, y el amigo con el que yo venía hizo un punteo perfecto. Yo lo hice bastante bien también, así que nos juntamos los tres.
Desde ese día todo fueron actuaciones. Los comienzos fueron algo duros: mucho tocar y poco cobrar. Tanto que decidimos ir a tocar a otro país a probar suerte. Y tras unos años de explotación llegó la explosión.
Mucho éxito. Mucho más de lo que el mundo ha conocido nunca.
Tantos viajes en autobús, en avión, noches en hoteles, tantos conciertos, tantas entrevistas, tanta locura. Y él siempre mantuvo esa media sonrisa que le caracterizaba, como sabiendo que el mundo era una broma y que él era el único que había cogido el chiste. Yo siempre fui algo más diplomático, más formal. Sería absurdo no decir que me sentía orgulloso de trabajar con mi mejor amigo, codo con codo, haciendo canciones. Porque él sabía que poca gente le conocía mejor que yo, y conmigo nunca necesitó caretas. Conmigo se dejaba llevar, no tenía que ser el personaje: simplemente ser él.
Luego llegaron las discusiones. Peleas de egos, digo yo, que ahora me parecen tan tontas y tan futiles. Por mujeres, por el grupo, por la música, por todo. Nos conocíamos demasiado, ya nos sabíamos casi todos los trucos que el otro tenía en la manga. Y digo casi porque él siempre sacaba una última ocurrencia, algo más extravagante… Su última gran idea fue pensar que podría arreglar el mundo, cuando yo siempre he sabido que lo mejor que puedo hacer es hacer mi trabajo, como me enseñó mi padre. Aunque yo no trabaje en un puerto sino en un estudio de grabación. Hacer las mejores canciones que puedas, hacer al mundo sentir algo bonito en 3 minutos y ya está.
Él aspiraba a más, a cambiar el orden mundial, a traer la paz eterna. Un ideal demasiado grande para mí.
Yo estaba de gira con otro grupo cuando sucedió. Con mi mujer, con mis hijas, como una familia del rock. Y le echaba tanto de menos… Por muchos músicos que me encontraba nadie tenía su frescura, su atrevimiento, su locura. Estaba cenando en un restaurante caro de quién sabe qué ciudad del centro de Estados Unidos. Una ciudad de un caballo, que dicen allí. Eran las nueve menos cinco de la noche. Lo recuerdo perfectamente porque estaba aburrido mirando el reloj de pared de la cafetería cuando me atraganté con un pedazo de mi roastbeef con patatas. Se quedó atrancado y toda mi vida pasó por mis ojos. Y le vi a él, firmando autógrafos a la puerta de un hotel. Oí un estruendo y le vi caer al suelo y decía “Me han dado.”
Afortunadamente, mi mujer sabía hacer la maniobra Heimlich y salió disparado el trozo de ternera.
Nunca más la volvería a probar.
Lo disfracé con campañas de vegetarianos (ayudar a cambiar el mundo como hacía él), pero simplemente era porque recordaba a John con cada plato de carne.
2 comentarios
Sergio -
Señor Tejón -